Lo primero que hicimos en Horta y que se ha repetido en otras arribadas, fue descorchar la botella, esta vez de champán francés por que cava no había en San Marteen, y brindar por la travesía. El efecto intoxicante de esa bebida, con el estómago vacío y con el relajamiento que te entra en puerto ya con el barco trincado y asegurado es notable y si además saltas a tierra después de veintitantos días de vapuleo oceánico la secuela fue que cuando salimos a comer no consiguiera andar derecho.
Después de la pasable aunque abundante comida, dimos un paseo hasta el bar de Peter para bajar la comida a base de gintonics. Este sitio, que en realidad se llama Café Sport, es uno de esos lugares míticos para los navegantes, solo comparable a las pirámides para un egiptólogo o la Meca para un musulmán. El bar es un lugar fantástico, lleno de marineros y de patrones, con todas las paredes y el techo llenos de banderas fotos y recuerdos de los miles de yates y tripulaciones que han arribado a Orta. De lo mucho que había me llamó la atención (por que nuestra mesa estaba al lado si no ni lo habríamos visto) un puño de escota de un gran foque, donde estaban los nombres de una tripulación y una goleta muy bien pintada, con las velas desgarradas en un mar tempestuoso, un jirón de las cuales era el mismísimo trozo de foque que servia de lienzo a la memoria de esa dura travesía. Cuanto más me fijaba más me daba cuenta que el Café Sport era más que un sitio donde el doble del cantante Pedro Guerra te sirve cervezas, comidas y uno de los mejores gintonic del mundo; se está a gusto, la música es agradable y entre otras cosas puedes utilizarlo como oficiosa lista de correos, para comprar sellos y hasta dientes de cachalote grabados, un arte que siempre me ha encandilado.
Después de un par de horas en el Café Sport dimos una vuelta por el puerto, localizamos el velero de Jean Marie, charlamos un rato con ellos y volvimos al gandul para descansar un poco y preparar la cena.
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